Un espíritu unificador en las propuestas narrativas de
la generación de escritores de los años 30, resulta una tarea ardua por la
cantidad de crítica y comentarios que vuelven ambigua esta categorización de
principios y de ideales propios de una literatura menor como la ecuatoriana. El
propio Jorge Icaza, en su ensayo, “Relato, espíritu
unificador, en la generación del año 30”,1 reclama
la falta de compromiso de los estudiosos e intelectuales ecuatorianos,
“acostumbrados al comentario y al estudio de valores individuales y aislados en
la historia de la literatura ecuatoriana, quienes no lograron, captar e
interpretar a su debido tiempo y en su justa perspectiva el carácter
unificador, en actitud y espíritu”, asociado a los grandes temas, como la forma
mestiza, la emoción telúrica y los contornos de la personalidad
hispanoamericana. Icaza, menciona que este espíritu unificador bullía en los
tres grupos de escritores ecuatorianos que estaban ubicados en Guayaquil (José de la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, Enrique Gil
Gilbert y Alfredo Pareja Diezcanseco), Quito
(Fernando Chávez, Humberto Salvador, Jorge Fernández, Enrique Terán y Jorge
Icaza) y en el Austro (Humberto Mata, Alfonso Cuesta y Cuesta, Ángel F. Rojas, y Pablo Palacio),
pues a pesar de las diferencias regionales, “latía un fondo unificador” en un
país que se encontraba en la etapa evolutiva del desarrollo, conformando una
sociedad que buscaba un destino en lo político, económico y porque no decirlo
en lo literario donde las capitales montuvias, cholas e indias, incorporaron la
presencia de lo nacional en nuestra literatura, o como lo han afirmado críticos
extranjeros “incorporó nuevas capas sociales hispanoamericanas en función de
personajes de novelas y de cuentos, que obligaron al escritor a crear un nuevo
estilo interpretativo y por consiguiente un nuevo estilo expresivo”.
Autores y obras representativas de la generación del
30: Pablo Palacio: Un hombre muerto a puntapiés
(1927), Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932); Humberto Salvador: En la
ciudad he perdido una novela (1929); Alfredo Pareja Diezcanseco: El muelle
(1933); Demetrio Aguilera Malta: Don Goyo (1933); José de la Cuadra: Los Sangurimas (1934) yAdalberto
Ortiz: Juyungo (1943), Joaquín Gallegos Lara: Las cruces sobre el
agua (1946); Ángel F. Rojas: El éxodo de Yangana
(1949); Cesar Dávila Andrade: Abandonados en la
tierra (cuentos, 1952), El hombre que limpió su arma (cuentos, 1955); Jorge Icaza:
El Chulla Romero y Flores (1958).
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